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    Ser y Estar Cultura en Español
  • 15 juil.
  • 4 min de lecture

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(o de la ansiedad de perdernos los eventos de las redes sociales)

Cuento

“El hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma”.

La peste, Albert Camus


Jean saca un cuchillo de su chaqueta. Sus dientes destellan. Sus ojos se afilan como la curva de una luna. Mira con salvaje osadía a los demás compradores. Sabe que no puede ceder. Ya lo tiene en sus manos, en una gran bolsa, él mismo se encargó de empaquetarlo ante el pánico que paralizaba al cajero. Abandonar aquel lugar sin el cargamento no está entre sus planes. Lleva horas allí, cuando la fila era ya una serpiente que se mordía la cola; los pasillos, una autopista donde volaban los carritos proveyéndose de enlatados, jabones, mascarillas, alcohol, pan, agua, carne, granos, dulces, snacks, nada de vegetales.

 

Siente cómo su cuerpo calienta, la espalda se curva y se tensa. Jean listo hasta la médula para defenderse. Le siguen arrinconando, le reclaman que no necesita tanto, que piense en el bienestar de los demás, en los niños y en los viejos, en los enfermos y en las autoridades, en el desabastecimiento que provoca su acción egoísta, que por favor retome la cordura.

 

Jean no escucha razones, también le molesta que cuestionen su lógica, vino a comprar provisiones, solo le falta pagar, así puede irse a casa tranquilo y no blandir, como ahora, este cuchillo frente a las cámaras. Él no es ningún bandido, insiste en que tampoco se trata de desesperación, las imágenes que vio de estantes vacíos no lo aterran, las predicciones de escasez no lo turban. Asegura estar en calma, mientras por sus dedos baila y resplandece el filo que lo refugia. Actúa como cree que debe ser, esto le basta a su conciencia, a su familia. La familia, la oficina, la cuenta bancaria… estadísticas de incertidumbre pueblan su cabeza: el costo de recluirse, los pequeños negocios paralizados o que cierran del todo, los apretones de manos que le dieron durante esta semana, las mejillas que su hija besó durante los días de clase. ¿Quién pagará el tratamiento si se enferma? Ya el sudor corre por su sien, ya quiere trasponer la puerta automática del supermercado, encender su automóvil y enclavarse en un paraíso de series por streaming. 

 

Pero no lo dejan en paz, ha sido un debate largo, lleno de palabras malsonantes. Héctor, un tipo alto, de escasos pelos a los lados, le viene cuestionando que no debe llevarse todo aquello. Se harta de que Jean no atienda argumentos y quiere quitarle sus paquetes, le pone una mano en el hombro para aplicarle una llave, pero Jean no aguanta el menor roce: pasa el filo del metal por el brazo de Héctor, un corte que se empoza en rojo. La fila se ha vuelto interminable. Quienes están atrás no saben sobre la pelea que hay enfrente. No saben que un cuchillo se ha enterrado en la piel de Héctor como las garras de un gato sobre el papel de baño. El papel de baño, el botín que tanto defiende Jean ante los gritos de Assma, la esposa de Héctor. Se escuchan también gritos de “¡Bravo!” entre otros vecinos de la fila, con sus carritos copados de papel higiénico. Apoyan al Jean acorralado, también ellos confinados en aquel micro universo sin ley, mientras la seguridad del supermercado llama a la policía e intenta retener a toda la gente.

 

Los defensores de la prudencia en las compras dudan en si lanzársele a Joan encima, si atraparlo y someterlo, o bien quedarse en su puesto para no perder el espacio que han venido guardando. Pero una chispa invoca al fuego cuando hay leña para arder. En el medio de la fila, en el pasillo de snacks, Kumiko arrastra de los cabellos a Melanie porque le ha intentado robar los pañales para su niño. Hacia la zona de productos refrigerados, Michael noquea con un pavo congelado a Morati, lo que provoca que Yaro, el hijo de este, lo tire al piso y vengue a su padre con un concierto de patadas que le sacuden hasta el último virus del cuerpo.

 

A esta hora la pelea la miran miles de personas en transmisión en vivo: Robert, un conserje del supermercado, proyecta para miles de ojos la incendiaria polis de productos: estantes quemados, personas corriendo, personas perseguidas, personas golpeadas, niños que lloran en carritos volcados, cristales en miles de refractadas realidades. La opinión del mundo se materializa en risas, en me gusta, en me encanta, en me sorprende, en me enoja. La policía llega, cuatro escasos oficiales ante el descontrol que emana como la tos sangrante de un enfermo. Poco pueden hacer, son bombardeados por latas y patadas, reducidos y amarrados. Desde sus salas, los expertos comienzan a analizar la situación, se preparan conferencias virtuales para debatir el pánico en las compras. Pero las imágenes atormentan a los espectadores, temen al virus bípedo que destroza los almacenes, al que vive junto a su puerta, al que llaman vecino. Pocas horas más tarde, las grandes tiendas se quedarán sin balas.

 

Un golpe en seco derriba a Robert, el conserje, que cae inconsciente. El teléfono, que enfocaba la coronación de Jean como el rey de esta batalla, termina por ofrecer, de manera extraña, el streaming de unas manos vacías.


Por Sebastián Arce Oses


 
 
 

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